sábado, 29 de noviembre de 2008

No, no y no

Francisca Alcover

(Diario de Mallorca, edición impresa 29/11/08)

Con motivo del día 25 de Noviembre, "Día de la no-violencia contra la Mujer", el Servicio de Normalización lingüística de la Universidad de la Coruña, en colaboración con la Diputación y el Ayuntamiento de esa ciudad, publica un díptico en el que se puede leer que la utilización del español por parte de la mujer gallega es una forma de violencia doméstica; se lee que la mujer gallega no utiliza la lengua gallega debido a "la presión social" ; en otras palabras, las mujeres gallegas no hablan gallego por la presión del sistema.
En España, en el año 2008 ya van 57 mujeres muertas a causa de la violencia machista, y en los últimos 10 años son 690 las mujeres que han muerto asesinadas por esta misma causa. La Administración pone medios y medidas -nunca serán suficientes pero ahí están los que están- en forma de mayores dotaciones a jueces, policías,… etc. para combatir esta lacra.
Siempre hay alguien que tiene que remar contracorriente y en este caso es la Universidad, la Diputación y el Ayuntamiento de la Coruña al afirmar que hablar español en Galicia es una forma de violencia doméstica; esto es un insulto: en primer lugar a la mujer gallega y, por extensión, a todas las mujeres hayan sufrido o no de violencia doméstica. Las personas que han redactado este díptico no tienen conciencia real de lo que significa el maltrato a la mujer, saltándose, además, la Constitución, que dice que el español es la lengua oficial en España.
En un tema tan serio y con una estadística tan dramática no valen ligerezas de este tipo pagadas además con dinero público.
Estoy esperando que la Sra. Bibiana Aído dé formal y cumplida respuesta a estas declaraciones; pero me temo que la Sra. Ministra, para este cometido, ni está ni se la espera.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Alicia González García gana el VII Concurso de Narrativa 'Princesa Galiana







La asturiana Alicia González García se ha alzado como ganadora del primer premio del VII Concurso de Narrativa Femenina 'Princesa Galiana', organizado por la Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de Toledo, con su obra 'Buenos días'.El premio está valorado en 3.000 euros y la publicación del libro.

El accésit, valorado en 1.500 euros, recayó en Isabel Lizarraga Vizcarra, con su trabajo "Escrito está en mi alma", que también será publicado, tal y como se acordó a partir de esta nueva edición con los accésit del premio.La concejala de Igualdad dio a conocer el fallo del jurado al inicio del acto simbólico organizado por el Consejo Municipal de la Mujer con motivo del Día Internacional contra la Violencia de Género.El acto de entrega de premios y la firma de los libros editados tendrá lugar en torno al próximo 8 de marzo, con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer.

http://toledoliterario.blogspot.com/2008/11/fallo-del-princesa-galiana.html







miércoles, 19 de noviembre de 2008

Gloria, Pelayo y su tren




José Manzanares, Mercedes Martín, Ramón Alcaraz
(Mención Especial Certamen Cuentos Ilustrados para la Igualdad 2008)

Había una vez un tren de madera que vivía en el escaparate de una juguetería.
El tren estaba formado por la locomotora y tres vagones: uno azul, otro rojo y el tercero verde. Los vagones no tenían techo, pero la máquina que tiraba de ellos sí. Ésta era de color naranja, con ojitos redondos, una boquita de luna y una nariz de payaso muy chula. Todos los días, cuando el dueño de la tienda levantaba las persianas, el tren soñaba que alguna niña o algún niño entraba en la tienda y se lo llevaba a su casa. Pero no, allí lo que más se vendía eran patines, bicicletas y balones de fútbol. Qué pena, pensaba el tren, conmigo se lo pasarían estupendamente tirando de la cuerda y paseando a los viajeros. Y el tren se quedaba muy triste detrás del cristal, mientras imaginaba cómo sería el mundo ahí fuera y la de amigos a los que podría llevar de viaje en sus vagones. [...]
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lunes, 17 de noviembre de 2008

Cuando vuelva a tu lado...






Paco Piquer Vento
(Seleccionado Certamen Relatos Diario de Mallorca 2008)




El tren se detuvo y Suso añoró, mientras lo abandonaba, la parafernalia de humos y bufidos con que las antiguas locomotoras festejaban antaño su arribada a la estación. Era tan diferente ahora… El convoy se deslizaba suave por las vías, sin ninguna estridencia que delatase su llegada. Apenas un pitido, un tímido chirriar de los frenos y su mercancía humana se desparramaba por el andén, buscando algunos las miradas, las manos levantadas, de los que les aguardaban con la calidez intuida del encuentro. [...]
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domingo, 16 de noviembre de 2008

Caramelos de anís

Juan Manuel Rodríguez de Sousa (Ganador ex aqueo
I Premio Relato Erótico El Desván 2008)


Ella cantaba, ella abría sus piernas y sus labios. Decidió nunca morir en la arena de una playa; no obstante, decidió vivir para el amor, siempre. Ella. Bañada en chocolate negro, y con cintas de oro en sus muñecas, y su alto cuello. Él, él siempre allí… Siempre, casi todos los días, el viejo andorreaba por el barrio, en busca del sexo escatológico de la noche. Recorría las paredes rojas, forradas en telilla roja. Sus ojos, negros, se fijaron en sus poros, negros. Ya se conocían. Ella, gastada en el burdel como un mantel y él, usado por la vida. Antes, eran jóvenes. Quizás menos felices, pero eran jóvenes. Él se presentaba cada día, envuelto en anís aroma y con los bolsillos rellenos de caramelos. Caramelos de anís. En su espera, ella ansiaba el sabor de anís, sin embargo por dinero. Si hubiera podido, gratis. Cuando el sexo claudicaba al fin, comenzaba el amor. Durante solo unos minutos él la miró, y ella era ciega. No ver significa sentir más. Y engañarse mutuamente en ciertos menajes. Dime, ¿quieres resbalar tu lengua por mi caramelo de anís? Pues claro, vacíate los pantalones. Se los vaciaba, lentamente y de repente, el olor a su fábrica de anís envolvía la estancia de rojo oscuro. Antes de llegar a ella, él, desnudo completamente, iniciaba el juego. Ya solo quedaba una prenda que quitar: el dorado envoltorio de aquella onza chocolatina con forma de mujer. Ella, ciega, rodeaba sus senos como agitándolos para darle firmeza; mientras, él era entrometida lluvia en la tierra negra de una selva, y su cuerpo se perdía y desfogaba con la repetida acción del deseo carnal. Las paredes retumbaban rojizas.

Un día, llegó triste. Le habían despedido de la fábrica de anís. Ella lloró, pero después del llanto, una sonrisa envolvió su rostro. Estoy vieja, me han dicho que ya no sirvo.

Desde entonces, los dos fueron tierra y agua, se consumieron entre los fluidos bacanales, ultimando sus últimos segundos vitales y gratuitos, que sí concedieron una segunda oportunidad para el amor.

Fantasía del sábado noche

Teresa Cameselle
(Ganador ex aqueo I Premio Relato Erótico El Desván 2008)
Esther se para ante el espejo jugando a verse con ojos de desconocido. El delicado camisón negro suaviza sus curvas y se introduce provocador entre sus muslos. Respira hondo para comprobar, con satisfacción, cómo la curva de sus senos asoma generosa por entre el escote de encaje. Sólo falta un detalle, extiende la mano y atrapa la barra de labios que ha dejado sobre el tocador, con pulso firme delinea sus labios en rojo explosivo y sonríe seductora a su reflejo. Aprobado alto, decide, mientras se aleja caminando con paso firme sobre altos tacones. El timbre ya ha sonado dos veces. Que espere, piensa, un pequeño pago a cambio de una gran recompensa.

David apoya un hombro contra el marco de la puerta y decide ser paciente. Quizá se ha adelantado. Comprueba el reloj; no, es la hora acordada. Suspira y se afloja un poco el nudo de la corbata. Piensa en el partido que se está perdiendo, quizá hoy se decida el ganador de la liga. Ahora podía estar en el bar, con los colegas, engullendo cerveza y gritando goles hasta quedar afónico. Inquieto, da dos pasos adelante y atrás, y entonces la puerta se abre y un haz de luz araña sus ojos. Ella lo mira con una sonrisa conocedora y lo invita a entrar agitando su dedo índice. Se da la vuelta y se aleja por el pasillo permitiéndole, ofreciéndole en realidad, una fabulosa visión de sus largas piernas sobre sandalias negras, y de sus curvas tentadoras bajo muselina transparente. David nota la garganta seca. Se ha olvidado del partido, de los amigotes y de la cerveza.

Esther entra en el dormitorio en semipenumbra, sólo iluminado por velas que al arder dejan un suave olor a flores silvestres. Desde un rincón le llega la voz seductora de Norah Jones y las cadenciosas notas de su piano. Se para ante la cama y espera. Él llega sin hacer ruido y se detiene a su espalda, posa una mano sobre su cadera, la otra se introduce en su escote dejando un fajo de billetes crujientes que huelen a papel nuevo y tinta fresca. Besa su hombro desnudo y mueve las caderas contra su cuerpo, seductor, mientras comienza a quitarse la chaqueta.

Fundido en negro.

Con el cuerpo satisfecho y la mente en blanco, David se va abandonando poco a poco al sueño reparador que tanto necesita. En la habitación flota el humo dulzón de las velas recién apagadas y al fondo resuenan las últimas notas de un piano. Así soñaba el paraíso.

Esther tarda más en dormirse. Recuerda el fajo de billetes esparcidos por el suelo. Falta le van a hacer mañana, para compensar a los niños por haberlos obligado a dormir en la casa de los abuelos. Bueno, que David lleve al pequeño al cine, o a jugar al fútbol al parque o a esas cosas de padres y chicos; y ella se llevará a la niña de compras, que empieza a hacer buen tiempo y con lo que ha crecido no le va a servir nada de lo del año pasado y...

La vida de las cosas

Mercedes Martín Alfaya (2º Premio Onda Polígono 2008)

Recuerdo el día que llegamos a esta casa, hace ya unos meses. Nos colocaron sobre la alfombra, y allí pasamos la noche. Por la mañana, recorrimos el baño, la cocina y la terraza; donde estuvimos un ratito al sol. Ese día, conocimos al cartero, al repartidor de leche y el pisito del vecino de al lado; por cierto, vaya lujo de baldosas. Sin embargo, hoy estoy muy triste. He perdido a mi compañera. Salió disparada por la ventana en una noche de lujuria y desenfreno y no sé qué habrá sido de ella. Y, ahora, temo que se deshagan de mí, y lo comprendo: ¿para qué sirve una zapatilla solitaria del pie izquierdo?

El templo con nombre de pecadora

Lola Buendía López
(2º Premio XII Certamen Facultad de Jaén 2008)

De vez en cuando, tras las confesiones, don Lorenzo, el párroco de la Iglesia que tiene nombre de pecadora bíblica, doblaba la estola, cerraba los postigos del habitáculo sagrado, hacía una genuflexión ante el altar mayor y salía del templo. Atravesaba la plaza cuando la luz del atardecer se desprendía de las paredes, balanceando los pliegues de su sotana; tanteaba la hilera de botones que recorría su esqueleto, allí donde se abotonaban los deseos, se aflojaba el alzacuellos de color blanco que resaltaba el rojizo del cuello y se internaba presuroso por las tortuosas calles del barrio alto. El barrio donde se emplazaba el templo, y del que recibía el nombre, lo formaban humildes casas de cal y teja con algunos geranios en los balcones. Sus calles estrechas, de cantos rodados, impedían el paso a los coches, por lo que el ir y venir de las beatas hacia la iglesia suponía un entretenimiento de sobremesa excelente para las vecinas que fisgoneaban tras los visillos. Iban con velo de encaje negro las señoras, y de pañolón tupido, las de la prole, camino hacia la misa de la tarde. Con los primeros tañidos de la vieja campana, que llamaba a misa, se alertaba el vecindario mujeriego. Un firme taconeo de zapatos repiqueteaba sobre el adoquinado de la calle que desembocaba en la plaza; primero como castañuelas, después como el redoble de un tambor. Don Lorenzo avanzaba ágil y sonriente, imprimiendo a su sotana un baile de pliegues tersos y susurrantes. Un reguero de suspiros le acompañaba hasta que se lo tragaba el portón parroquial... [...]

Puedes seguir leyendo aquí el relato:

http://www.tallerliterario.net/reltemplo.htm

Casa de muñecas

Cecilia Prado (Ganador 4º Premio Vivir para cumplirlo 2008)

En los días soleados, los muebles de roble de mi abuela resplandecían de una luz otoñal, y toda la casa se impregnaba de una fragancia que olía a fruta y a madera fresca. Ella solía decirme: "No toques esto, querida; no toques esto", y es que no le gustaba que husmearan en sus muebles, en los que guardaba celosamente, y con llave, todos sus secretos.

Al morir, mamá los vendió todos y se compró un costoso y finísimo tapado de piel. En vano saltaron mis lágrimas rabiosas o mis continuados y múltiples lamentos: al entrar en la casa, el comedor me recibió solo y vacío, únicamente la luz que entraba del balcón como un bostezo mágico de sueño era la misma, y me recordaba un poco la presencia de Abuela.

La habitación se llenó muy pronto de otra gente, unos niños se arañaron y rieron justo en el mismo sitio donde antes reñíamos nosotros. Y era natural y esperanzador descubrir que habíamos crecido.

Pero eso fue después, después de la noche larga en que conocí a Abuela

Abuela no era Abuela, Abuela estaba adentro de sus muebles, cerrada con llave y en la sombra; porque abuela se me presentó en toda su maldad y en toda su magnificencia.

Ayer volví a la habitación y encontré pelos en el cajón de su cómoda. Fue todo un detalle y una sorpresa para mí. Gracias, Abuela (me hacía ilusión tocar la aspereza de su pelo; pero… ¿cómo podía ella saberlo?, ¿adivinaba mis palabras antes de que fueran pronunciadas?). En el segundo cajón, y escondido entre la ropa, hallé un álbum; en el tercero, nada: basura, papeles rotos, galletitas empapadas de perfume, una botella medio vacía de colonia y una cajita de fósforos.

Hojeé el álbum con detención. Se trataba de fotos viejas, blanco y negro, en las que varias jóvenes, de aspecto alegre y distendido, se tomaban de la mano y reían, con una inocencia inusitada. No reconocí a Abuela, aunque podría haber sido cualquiera de las mujeres allí presentes, con sombrero París y pollera hasta el tobillo.

Cuando me decidí a guardar el álbum, una foto se soltó rebelde de entre las muchas que había sueltas, y cayó al piso. Me llamó la atención porque en ella aparecía una mujer de negro, sentada y con mirada hirsuta, albergando en sus brazos una extraña muñeca. La muñeca llevaba un vestido blanco como de gasa o tul fruncido al talle, era de pelo oscuro y su piel lucía fina y frágil como la suave piel de un bebé.

Al abrir la cajita de fósforos, encontré allí mismo la muñeca novia. Tenía unos ojos amplios y brillantes como dos espejos constelados. Me incliné un poco más sobre el féretro para captar el secreto de aquella desnudez, pero la muñeca continuó muda e intacta reflejando las estrellas y no se movió, no pestañeó siquiera. Sin embargo algo cedió cuando toqué su rostro pálido y genuino como una luna, algo se ablandó al contacto de mis gemas, algo que se abrió paso en mi interior como un beso o como la necesidad de besar, que viene a ser lo mismo. La cogí en brazos y me fui corriendo. Fueron los días más felices de mi vida. La quería como a una hija, la quería tanto que fundé una clínica de muñecas.

Al principio estábamos siempre solas, pero luego comenzó a venir tal gentío que no daba abasto con tanto trabajo y muy pronto la boutique se revistió de vida y color cuando comenzaron a acudir los pacientes: osos tuertos de peluche; muñecos de pasta, de goma, de cartón, de celuloide; muñecas amputadas, calvas o con el pelo apelmazado; nenucos tatuados con bolígrafo… Todos demandaban mi cariño y atención y esperaban ser restaurados, claro.

Lo más difícil era la restauración del pelo, usaba unas agujas largas y finísimas de metal y debía tener mucho cuidado en no pincharme. Algunas muñecas necesitaban sólo un retoque de pintura y eso no me demandaba mucho tiempo. Otras en cambio requerían costura y otras que se les restauraran las pestañas o los ojos.

A fin de hacer más ordenado mi trabajo, lo mantenía todo cuidadosamente limpio y a disposición: en un estante, las cabezas -que daban gracia y colorido a la sala-, en otro más abajo los cuerpitos, en otro solo piernas, brazos, pies y manos. Las piezas más pequeñas como ojos, narices y bocas, las guardaba en los cajones de la cómoda; y en las cajas más grandes del sótano depositaba los rellenos y el vestuario.

Un día vino una muñeca quemada a la que su propietaria había metido en el horno creyendo que era un hospital. Tuvimos que cambiarle la cabeza. Tuvimos, sí, digo bien: Elda y yo.

Elda era mi ayudanta, mi mano derecha. Fue menester contratarla ya que, como mencioné anteriormente, no daba abasto con todo el trabajo yo sola y había noches en las que no dormía. Y si lo hacía, era porque me quedaba dormida; aunque en cualquier caso continuaba mi trabajo en el sueño, lo cual resultaba agotador y desesperante. Elda tenía ojos de pájaro, unos ojos rasgados y sin iris, no me inspiraba confianza; además siempre se aparecía por atrás, de improviso, con las dos manos juntas y en actitud suplicante, y esa falsa modestia me repugnaba. ¡Si hubiera hecho caso de mi instinto! ¿Por qué las personas nunca creemos en la intuición? Creemos en el dinero como en Dios y en lo que dicen los astros y las leyes, cuando sólo con el instinto y en un segundo se pueden conseguir ¡tantas cosas!: si sólo confiáramos en nosotros, seríamos nuestro propio oráculo y nuestra más certera predicción.

Pero confié en ella, es cierto. Y todo porque me trajo una carta en la que presumía, entre otras muchas experiencias, de haber sido la cuidadora oficial y restauradora maestra de todas las muñecas y juguetes de la reina. ¡Esa pájara! Y hacía tan bien su trabajo, con tanta eficiencia y dedicación, que me tragaba mis antipatías y me callaba la boca porque en realidad no había nada que reprochar. Ella llegaba todos los días a las siete y media, colgaba su abrigo negro de piel de cordero, se ponía la bata gris de tarea y eso era todo. Se ponía a trabajar. Entre las dos sólo había gestos y miradas de reprobación o desprecio que iban y venían de un lado a otro como cuchillos sangrantes. No necesitábamos hablar. Luego de hacer la caja y anotar cuidadosamente los pedidos, se marchaba justa y medida, siempre de negro, tan silenciosa y misteriosa como había venido.

Y yo me quedaba sola nuevamente con mi muñeca-novia ¿o debería decir muñeca- hija?…, porque las demás no eran hijas para mí, no existían, eran sólo muñecas. Y al final siempre estaba sola…; yo y mi hija, yo y mi muñeca. Pero era un poco más que la soledad porque uno nunca está solo cuando está con sus recuerdos. Y eso lo sabía Abuela mejor que nadie, que se llevó el juguete a la tumba y luego me lo trajo de consuelo.

Pero es cierto… Elda... Elda… Siempre Elda. Elda la perfecta. Elda de aquí, Elda de allá… Elda la admirada, la reverenciada, la verdadera dueña de todo. ¡Y cómo la querían las clientas de la casa con su trato siempre cordial y distinguido!… se notaba que había tratado con la realeza: nunca una palabra de más, siempre una solución para todo. ¿No es cierto Elda?, ¿no es cierto que no existen los problemas, qué sólo hay soluciones?

Recuerdo que ella la miraba con inquina (inquina que en el fondo eran celos), y por ejemplo, exclamaba: "¡qué hermosa muñeca la que trajeron hoy!" ó "¡qué simpática aquella la de los rizos plateados!", pero nunca nada sobre la mía… era una forma sutil de desprecio. Y, si yo envalentonada esgrimía algún comentario halagador sobre mi alma, se limitaba a acotar en un tono muy bajo y despacioso, que a su parecer lucía un poco vieja y también algo sucia y desgastada. Entonces yo la frotaba con el trapo amarillo de limpieza, le ponía el perfume de la abuela y le arreglaba el pelo con el peine de madera; pero nunca quedaba bien del todo y, es cierto, ya estaba un poco ajada mi niña. Pero tenía ese encanto de las muñecas viejas que, uno no sabe muy bien por qué, te sobrecogen el alma como si estuvieran siempre diciendo adiós y despidiéndose desde un lugar que se nos quedó allá lejos.

Un día sucedió lo inesperado. Luego de tomar el desayuno y mientras Elda se afanaba en la cocina con la limpieza de unos vasos, la levanté en brazos para volver a sentir la suavidad de su cara y el aroma a caramelo derretido que emanaba de su pelo. Recordé entonces cuando hacía eructar a mi bebé. Un impulso incontrolado me sobrevino al alma y me .llevó a golpearle dos veces por la espalda sin obtener mayores resultados. La muñeca no eructó sin embargo, y luego de reiterados intentos, algo cantó en su vientre como un trino. Fue como un murmullo apenas, un sonido tenue y fugaz, desvencijado. Agucé un poco más el oído, a fin de discernir lo que decía y entonces pude oírle pronunciar con claridad. Alcanzó a decir tres palabras nada más: "mañana no, mami". Y cuando me fui a acordar Elda ya la estaba bañando en el lago desnuda y bajo la luz de la luna. Se deshizo en el agua con la misma agilidad de un suspiro porque estaba hecha en porcelana fina, sólo quedaron sus ojos, como dos lágrimas redondas y suplicantes; los que me trajo Elda en la palma de su mano.
-¿Y el vestido? -la increpé mientras miraba unos ojos que me miraban temblando, absortos y horrorizados como implorando mi ayuda (mis ojos).
-Se lo llevó la corriente y cuando me di la vuelta ya estaba demasiado lejos…

Me cubrí con las dos manos y rompí a llorar. Y fue como un signo porque nunca más volvió Elda. Se fue como se van los malos tiempos: llevándose siempre lo mejor de nosotros y dejándonos rotos y vacíos. Los ojos los guardé en la cajita de fósforos, por supuesto. ¿Qué? ¿Qué dónde está la cajita? Ya lo he dicho: en el tercer cajón de la cómoda a la izquierda. Si quieres las llaves, ve y pídeselas a Abuela.

Carta a mi abuela


Felisa Moreno Ortega (Ganador Certamen Cartas a un sueño,2008)

Querida abuela,
Hoy te escribo con el alma llena de esperanza, imagino el brillo en tus ojos al leer esta carta, el color subiendo a tus mejillas y esa sonrisa que llevo grabada en mi mente desde que era niña. Una sonrisa teñida por la tristeza que tratabas de ocultar ante tus seres queridos. Aunque eso lo supe después, en aquel momento para mi sólo era un esbozo de ilusión y esperanza.

Hoy te escribo porque tengo una noticia, más bien una ausencia de noticias, ya es diciembre y durante todo este año no se ha producido ninguna muerte de violencia de género; los telediarios no han mostrado aceras manchadas, ni casas quemadas, ni cuchillos ensangrentados. No hemos guardado minutos de silencio ni hemos vertido lágrimas de hielo, que son las que más duelen porque aristan el corazón. No han hecho falta esas leyes que promulgamos para ayudar a las mujeres maltratadas, los hombres han entendido por fin que somos personas, no objetos de su propiedad.

Querida abuela, sé que te parecerá mentira, que no puedes creer mis palabras; pero lo que te cuento es cierto, lo sé de buena tinta. Todos los informes al final llegan a mí, porque, mi adorada abuelita, tu nieta, esa niña canija que siempre andaba enfrascada en los libros, ahora es la Presidenta del Gobierno y mi última decisión ha sido derogar la ley de cuotas porque ya no es necesaria; las mujeres somos mayoría en el Parlamento y no hemos tenido que renunciar a ser madres. ¿Te podrás creer que me presenté a las elecciones embarazada? Supongo que no, quién votaría en tus tiempos a una mujer en estado de gestación. Mi marido ha renunciado a su trabajo para cuidar de los niños, él se encarga de la organización de la casa, se muestra muy orgulloso de mí. No le preocupa lo que opinen los demás, nadie piensa que si un hombre se queda en casa es menos hombre.

De igual forma las mujeres acceden a cualquier empleo sin ningún tipo de discriminación, no les preguntan en las entrevistas de trabajo si están casadas o tienen novio, no las despiden cuando se quedan embarazadas ni cobran menos salario realizando las mismas tareas.

Por otra parte, hemos dejado de ser meros objetos sexuales, en la publicidad no se nos muestran modelos esqueléticas que propician la anorexia entre nuestras hijas; los cánones de belleza son amplios y no se basan sólo en unas medidas y un peso. Nos sentimos orgullosas de nuestro aspecto, no necesitamos dietas, ni agredir contra nuestro propio cuerpo con operaciones estéticas que nos convierten en meras replicantes. Participamos en la vida cultural, ganamos premios, publicamos novelas, inauguramos exposiciones, diseñamos edificios, construimos puentes... Me dirás que esto ya se daba en tus tiempos, pero puedo asegurarte que no a estos niveles de igualdad con el hombre.

Ya sé, abuelita, que todo lo que te cuento te parecerá increíble, que me he vuelto loca, que hablo de un mundo al revés, que sólo es un sueño irrealizable. Muchas veces pienso en ti, en esa sonrisa rota, en esos ojos siempre húmedos, en tus manos trenzando mi pelo y entretejiendo mi alma con tus caricias. Fue mucho más tarde cuando lo supe todo, aún no te había perdonado por haberme dejado tan pronto, tú y el abuelo me abandonasteis a la vez, desapareciendo de mi vida como un buque fantasma se pierde en la niebla. Nadie me daba explicaciones y crecí con la sensación de angustia, de pérdida, temiendo que cualquier día pasara lo mismo con mis padres.

Después lo entendí todo, fuiste una víctima más de la prepotencia masculina que aún imperaba en tus tiempos, sufriste en silencio durante muchos años hasta pagar con tu vida una deuda nunca contraída. Aunque lo intento no puedo dejar de odiar al abuelo, nada puede justificar lo que te hizo, cómo te arrancó de nuestro lado.

Mi amada abuela, los ojos se me llenan de lágrimas redactando esta carta y el pulso me tiembla, no me regañes por los borrones, estoy escribiendo con la pluma que me regalaste, aún la conservo para no olvidar que el pasado está ahí, que tenemos que estar atentos y sobre todo atentas para que no vuelva a repetirse la historia.

Hoy dejo esta carta sobre el frío mármol de tu tumba y se me encoge el corazón, luego sonrío y pienso: ¡cómo me gustaría ver el brillo de tus ojos al leerla!

Tu amantísima nieta,

Utopía.

El extraño




Felisa Moreno Ortega (3º Premio Certamen La Memoria y el Alzheimer 2008)

No sabría decirte con certeza cuándo empecé a sospechar que ya no eras tú, que otra persona ocupaba tu lugar, que alguien extraño y desconocido usurpaba tu cuerpo. Al principio se trataba de pequeños detalles, que yo analizaba mentalmente, sentada frente a ti, viendo como apurabas la sopa con la mirada perdida en el televisor. Repasaba tu rostro, las cejas algo más pobladas, los ojos surcados de arrugas, la nariz y la boca, moviéndose acompasadamente al masticar. Y aunque sabía que eras tú, algo había cambiado en esa mirada verde oliva, cada vez más extraviada. Por eso seguía recorriendo tus facciones, para disuadirme de la peregrina idea de que eras otra persona, esa que a veces veía asomar, mirándome atónita desde tus pupilas.

Mis sospechas sobre la existencia del intruso se confirmaron el día de nuestro aniversario, hasta entonces nunca lo habías olvidado. Durante treinta años, el dos de octubre encontraba una docena de rosas rojas al volver del trabajo, soltaba el bolso y la chaqueta e iba corriendo a darte un beso. En las últimas ocasiones ya no corría tan deprisa, el cansancio y la monotonía pesaban demasiado sobre mi espalda, pero tu ramo siempre estuvo ahí y mi beso de agradecimiento también. Por la noche nuestros cuerpos no temblaban con la misma fuerza de los primeros años pero seguían ofreciéndose cálidos y acogedores, como un atardecer encendido en brasas.

Cuando me sentía triste, amenazada por el intruso que en ti habitaba, cogía las cartas de amor, esas que me escribías desde la mili; nunca fuiste un poeta, pero aquellas frases destilaban algo más que cariño, venían impregnadas de pasión, una pasión a duras penas contenida por el miedo a que mi madre pudiera abrirlas antes que yo. Las apretaba contra mi pecho conteniendo los suspiros, como entonces, y sentía latir de nuevo este viejo corazón.

¿Cómo se puede vivir con un extraño?, pensaba porque cada vez me lo parecías más. Te quedabas observando las gotitas de agua que resbalaban por el cristal y me preguntabas cómo nos conocimos, yo te miraba atónita y ofendida a un tiempo. Olvidar nuestro primer encuentro, otra prueba más de que no eras tú y sin embargo te parecías tanto. Quise contártelo, pero un nudo en la garganta me impedía hablar, mientras las imágenes pasaban por mi cabeza y te veía en la cola de aquel cine de verano, mirando descaradamente mis piernas, justo allí donde se acababan los calcetines, subiendo hasta el bordado que ribeteaba la falda. Sé que me puse colorada, incluso recuerdo aquel calor que me sofocó durante toda la película, mientras tú, ajeno a la pantalla y a mi azoramiento, te dedicaste a observarme en la oscuridad, con el detenimiento y la precisión de un científico explorando a través de su microscopio. ¿Se puede olvidar algo así?

Aún necesitaba más pruebas que me confirmaran que no eras tú, antes de tomar una decisión al respecto y fue entonces cuando empezaste a acusarme, a cada instante me hacías responsable de tus problemas, de tus pérdidas, de tus fracasos. Te volviste irascible, iracundo a veces, dejando de ser tú por completo, el otro, el invasor se había apoderado de tu ser. Yo pensaba en marcharme, hacer las maletas y dejarlo porque ya no conseguía recordar cómo eras, el intruso aparecía cada vez con más frecuencia y tardaba en marcharse. No podía acostarme con él en la misma cama, compréndelo, hubiera sido como serte infiel. Por eso me mudé al cuarto de la niña, ella apenas venía por casa ya. Creo que para no ver al otro, le inspiraba cierto temor. Ya sabes como es la niña, en apariencia dispuesta a comerse el mundo pero en realidad camina por la vida amedrentada, como un conejito arrojado de su madriguera.

El día que olvidaste mi nombre llovía a mares, el cielo amenazaba con atraparnos en un abrazo húmedo y mortal. Preparaba la cena en la cocina, cuando te oí contestar “no, aquí no vive ninguna Rosa, se ha equivocado”, y colgaste el teléfono como si nada. Yo te miraba asombrada, las manos mojadas en el paño, la boca abierta en un gesto de incredulidad. Me quedé tan perpleja que ni siquiera tuve fuerzas para sacarte de tu error, cada vez tomaba fuerza en mí la idea de abandonarte, o mejor dicho de alejarme de él, me asustaba su mirada vacía.

Como te decía, estaba pensando en hacer las maletas y marcharme de casa, tú solo aparecías en contadas ocasiones y el extraño, casi siempre presente, me odiaba. Mientras que doblaba la ropa y la colocaba en la maleta, fui consciente de que desertaba. Durante más de tres décadas, unidos en una lucha constante, compartimos techo, hijos, hipoteca, sonrisas, mascotas, gritos, silencios, llantos, pasión, aburrimiento, miradas, …. Me vi reflejada en el espejo de la cómoda, vi el miedo en mis ojos y sentí vergüenza. Me observé allí plantada, dispuesta a marcharme sin mirar atrás, asustada por ese maldito intruso que te devoraba desde dentro. Estuve así unos segundos, quizás fueran minutos, observando mi rostro cansado, mi cuerpo vencido por los años y pensé que sólo te tenía a ti, que sólo me tenías a mí.

Me armé de valor y lo miré a los ojos. Le anuncié que no estaba dispuesta a rendirme, se lo dije cuando salíamos de la consulta del médico. Allí se aclaró todo, me explicaron dónde te habías marchado y quién era aquel advenedizo: “Es una dolencia degenerativa de las células cerebrales (neuronas) de carácter progresivo y de origen desconocido. La enfermedad se presenta de forma lenta y progresiva. Sus principales síntomas son la pérdida de memoria y cambios en el comportamiento. No es habitual que se presente en una persona de su edad, es más frecuente en mayores de sesenta y cinco años; pero no cabe duda, su marido padece Alzheimer”.



Ahora te escribo estas palabras, que leeremos juntos, como siempre, tratando de retrasar, a base de medicamentos y cariño, la llegada de ese extraño con nombre alemán que pretende separarnos.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Barack Obama y... ¿el cambio?

Francisca Alcover
(Diario de Mallorca, edición impresa 14/11/08)
Es ya conocido el revuelo mediático por la victoria electoral de Barack Obama como presidente de los EEUU para la próxima legislatura. En estos momentos de desconcierto mundial a todos los niveles, llega Barack Obama con el mensaje de que el cambio no sólo es posible sino que ya está aquí; mucha gente ha visto en Obama al líder, a la persona que puede liderar ese cambio. En tiempos de crisis, la persona necesita sentirse reafirmada a nivel individual para ver así reforzada su posición dentro del grupo. De ahí la corriente de esperanza suscitada a nivel mundial por la victoria electoral de Barack Obama. Ante tal euforia, sirvan estas líneas para aportar un poco de mesura porque no hay que olvidar que cuantas mayores sean las expectativas generadas tanto mayor puede ser la frustración si estas expectativas no se cumplieran. Todos los cambios se hallan inmersos en un proceso evolutivo y como tal, no será hasta pasado un tiempo que se podrá decir si se ha producido o no tal cambio. El cambio es un devenir y debe leerse por sus efectos, nunca antes. Cuando Felipe González ganó las primeras elecciones también pudimos ser testigos en primera línea de la euforia desatada, mucho leímos y oímos que el cambio había llegado. Ahora que ya han pasado unos años de aquella fecha, con la perspectiva de lo que pasó y no pasó, de cómo el cambio cambió o no nuestras vidas, quizá los españoles podamos opinar de lo que significa "el cambio está aquí". En tiempos de tan pretendido y deseado cambio, nunca está de más recordar las palabras del Príncipe de Salina en la inmortal novela, Il Gatopardo, cuando dijo aquello de que es preciso que todo cambie para que todo siga igual.