viernes, 30 de mayo de 2008

Reencuentro



Clara García Baños




(Ganador Certamen Coslada de Escritura Rápida 2008)


Nada parecía haber cambiado. El Autobús en el mismo cruce, exactamente en el mismo punto donde Amelia, años atrás, lo había esperado durante veinte interminables minutos. El camino continuaba igual de polvoriento y empinado, A lo lejos una nube oscurecía la tarde y Amelia auguro que traería granizo. Nada bueno para el campo. Apresuró el paso. Quince años atrás, cuando hizo el mismo recorrido en dirección inversa, portaba una maleta en una mano y un pañuelo arrugado en la otra. Esta vez, llevaba también un pañuelo con el que se había enjugado los ojos durante todo viaje. En la otra, un niño de siete años. Se ve que es un camino dc lágrimas y equipaje piensa Amelia.
El abuelo está muy grave, Raúl, Pero antes de morir quiere conocerte.
No era verdad. Amelia no había vuelto a tener noticias de su padre tras la malhadada tarde en que tomó el autobús a la capital
A medida que subía la cuesta, Amelia comprobaba que todo seguía igual. El molino ya no funcionaba, pero se mantenía en pie. FJ río venía con menos agua, pero las matas de moras silvestres invadían los márgenes del camino igual que entonces.
Las antenas repetidoras de la telefonía móvil, el tráfico, el boom inmobiliario o la inmigración eran problemas que no llegaban a esta aldea medio despoblada. Los campesinos continuaban con su peculiar forma de habérselas con la vida: frente a frente con la naturaleza, así fuera para hacer crecer el trigo, asistir a un parto o a un muerto. Era cierto que los tractores habían hecho más fácil las labores de arado y que las mujeres ya no bajaban a lavar al río. Pero ahí se acababa todo. La tradición patriarcal era la ley. Una ley que se había atrevido a transgredir el día que cumplió la mayoría edad y se marchó del pueblo.
Su madre, contando ella solo diez años, había muerto de un mal parto. Su padre entonces la sacó de la escuela.
Ahora eres tú la Mujer de la Casa.
Y aquellas palabras sonaron en mayúsculas, como una lápida que cerrara para siempre su libertad de escoger su propia vida.
Por eso, en cuanto pudo, se marchó del pueblo. Nadie la acompañó hasta la parada del autobús, abajo, en el cruce.
Al principio, escribía a su padre unas cartas largas, que fueron espaciándose y abreviándose por falta de respuesta, hasta desaparecer. En ellas le contaba que se había hecho maestra, que tenía novio, que le invitaba a su boda... Ni siquiera recibió una llamada el día que le escribió que había nacido Raúl, el que sería su único nieto.
Al coronar la cuesta encontró la casa; con la puerta abierta, como siempre, y una cortina negra para impedir el paso del calor y de las moscas. Amelia empujó a Raúl en el hombro para hacerlo entrar. Dentro se respiraba frescor y quietud, como si el tiempo se hubiera detenido. Sobre la mesa, el mismo jarrón, con las mismas flores de plástico que Amelia recordaba de su niñez.
—¡Papá! —Bajo las sábanas, el bulto del cuerpo parecía haber disminuido con el paso de los años y la proximidad de la muerte—. Papá, soy yo, soy Amelia. Traje a tu nieto; ven, Raúl.
—No se moleste, señora —dijo el viejo de mejillas hundidas, con desdén—. Yo nunca tuve una hija.

jueves, 8 de mayo de 2008